lunes, marzo 05, 2012

La tenaza del Amazonas

Brasil está a punto de redefinir el frágil balance entre expandir su frontera agrícola y preservar sus bosques. Las consecuencias se podrían sentir en todo el mundo. Reportaje desde el corazón de la selva hasta la megaindustria de la soya. Por Lorenzo Morales.

Para inspeccionar una de sus plantaciones, Neuri Wink se tiene que acomodar varias veces el sombrero. Sus ojos claros toleran mal la intensa luz del trópico en un día sin nubes. No hay árboles que den sombra y para encontrar uno hay que andar varios kilómetros.

Wink hace parte de los miles de gauchos que en los años setenta colonizaron las selvas vírgenes de Mato Grosso, auspiciados por el gobierno militar. Por una hectárea que dejaran en las pampas del sur, podían obtener hasta 200 en el Amazonas, una selva sin dueño, improductiva y que parecía inacabable. Cuando Wink llegó con su tractor, deforestar era una política nacional. El problema es que ahora es un delito.

"Lo único que he hecho en los últimos 25 años es hacer mi trabajo de agricultor", dice Wink, mientras recorremos una parte de las 1.400 hectáreas de su hacienda en el municipio de Querencia, hasta hace poco uno de los focos críticos de deforestación del Brasil.

Para llegar hasta su finca hay que andar por extensas carreteras de tierra roja. El paisaje desafía cualquier idea idílica de lo que es el Amazonas: a un lado, inmensos potreros con unas cuantas vacas (el promedio es menos de una res por hectárea). Al otro, la geometría perfecta de los megacultivos mecanizados de soya que se extienden hasta el horizonte. De vez en cuando, un parche de bosque interrumpe la monotonía para recordar que estamos en lo que alguna vez fue parte de la selva tropical más grande del planeta.

Ese nuevo paisaje, a la vez aterrador y hermoso, le ha permitido a Brasil convertirse en una importante despensa del planeta: es el mayor exportador de carne del mundo y el segundo de soya, después de Estados Unidos. Hace apenas 40 años importaba su comida.

En la propiedad de Wink, apenas un tercio de la selva sigue en pie, pese a que el actual código forestal -una ley de 1965 que estableció cuotas de conservación- le exige preservar el 80 por ciento. El gobierno reconoce que, como Wink, solo uno de cada diez agricultores del Brasil cumple con la ley.

El Amazonas brasilero representa un tercio de la selva tropical que queda en el planeta. Lo que haga o deje de hacer con sus selvas sienta un precedente importante para el resto de países amazónicos, entre ellos Colombia. El clima extremo de inundaciones y sequías, como las que viene padeciendo el país, tiene una conexión directa con la política de bosques.

Consciente de eso, el gobierno de Lula da Silva, después de años en que la ley era un trozo de letra muerta, inició una intensa campaña para obligar a los hacendados a reforestar lo que habían talado. Su ministra de Ambiente, Marina Silva, rastreó a los infractores con satélite, impuso multas, desplegó intimidantes redadas policiales y publicó una lista negra de los municipios que más talaban. La estrategia dio sus frutos: en los últimos seis años la tasa de deforestación cayó 70 por ciento.

"Nos sentimos acorralados -dice Wink- ¿Por qué a nosotros, que llevamos este país sobre los hombros, nos restringen trabajar nuestra propiedad?".


Wink no exagera. La agricultura representa el 22 por ciento del PIB del Brasil y la apuesta es producir un tercio de la producción agrícola mundial en 2020. El control de la producción de alimentos se ha convertido en un factor tan estratégico hoy día como tener petróleo o esconder una ojiva nuclear.

Brasilia, ¿futurista?
Un nuevo código forestal está a punto de ser aprobado en el Congreso impulsado por la bancada de los llamados 'ruralistas', el poderoso bloque político que defiende los intereses de la agroindustria. El nuevo código les quitaría a los productores como Wink el yugo de la reforestación pues, según ellos, establecería reglas realistas que protegen la competitividad de la agricultura brasilera. Para los ambientalistas, su aprobación significaría un retroceso sin precedentes: reduciría las zonas protegidas y fomentaría más la deforestación.

En otras palabras, en un debate interno del Congreso brasilero se está discutiendo el dilema del mundo frente al desarrollo sostenible. Un concepto que suena muy bien en debates académicos, y que en la práctica es muy difícil de aplicar, pero del que en últimas depende la sostenibilidad del planeta frente a sus recursos naturales, la lucha contra el cambio climático y el abastecimiento de agua.

"Lo que debía ser un código forestal, lo volvieron un código agrario", dice Marina Silva, quien fue candidata presidencial por el partido verde (ver entrevista completa en Semana.com). Pese a haber obtenido el 20 por ciento de los votos, Silva se alejó de la política y ahora defiende su legado desde una pequeña oficina en el segundo piso de un centro comercial en el ala norte de Brasilia.

Para Silva no hay contradicción entre protección y desarrollo. Recuerda que en los últimos diez años Brasil logró frenar la deforestación al tiempo que aumentó la producción de alimentos y redujo la pobreza. "El nuevo código rompe ese circulo virtuoso", concluye.

Pero los agricultores no están dispuestos a devolver un centímetro de la tierra que ya le ganaron a la selva. "El código forestal se quedó obsoleto e incompatible con la realidad rural del Brasil", dice Assuero Veronez, vicepresidente de la CNA, el principal grupo de lobby agroindustrial. Veronez señala que más de la mitad del Brasil es bosque intacto. "No hay país en el mundo que haya preservado tanto", dice.

Ambos tienen mucho que perder. En juego están entre 35 y 40 millones de hectáreas (el tamaño de Alemania) que hoy están ocupadas por cultivos y vacas. Si se cumple el actual código, deberían ser restituidas al bosque; si se aprueba el nuevo, serían legalizadas.

El efecto Xingú
La frontera que separa a los ambientalistas de los agricultores se ve más nítida desde el aire. Un sobrevuelo al parque nacional del río Xingú, una reserva indígena de 2,8 millones de hectáreas en el corazón de Mato Grosso, permite ver el único retazo de selva a salvo de las motosierras. Alrededor sobresale el ajedrez de haciendas que lo han ido sitiando y secando. Muchos afluentes del Xingú, pese a que estamos en la temporada de lluvias, son hoy un hilillo tenue de agua, erosionado a lado y lado, que desaparecerá en poco tiempo.

"Esa es la hacienda Canguro", dice el piloto señalando un gigantesco complejo industrial en medio de los cultivos. Se trata de una de las propiedades de Blairo Maggi, el principal productor de soya de Brasil y uno de los hombres más ricos del país. Solo en Mato Grosso tiene 200.000 hectáreas sembradas. Más adelante, se ve una planta del gigante estadounidense de alimentos Cargill. China, el principal socio comercial de Brasil desde 2011, es también uno de los recientes colonizadores.

"El Xingú ha cambiado", dice Ianukula Kaibi-Suiá, quien nació en una de las aldeas del parque y trabaja para Funai, la organización indígena más poderosa de Brasil. "Hay poca pesca, el agua es más turbia y cada vez hay menos especies", explica. En 2004, los cerca de 6.000 indígenas, cuyo hábitat depende de los ciclos del agua en la reserva, lanzaron un llamado de auxilio. Con apoyo de varias organizaciones iniciaron un proyecto para incentivar a sus vecinos a reforestar y cumplir la ley.

"Mire, esta es la pepa del jatobá y esta es la de guanandi", dice Santino Sena, un hombre de piel tostada y manos nudosas, mientras recoge semillas nativas metido hasta las pantorrillas en un pantano en la selva de Canarana. Como Sena hay otros 300 recolectores, un oficio nuevo para un mercado que ha crecido: en cinco años la venta de semillas para reforestación se multiplicó por cuatro. Ahora reciben pedidos por internet.

"Antes no lo pensaba dos veces y ahora me duele si voy a cortar un árbol", dice Sena, que antes vivía de deforestar y hoy de sembrar selva. Tiene casa, un Fiat y una moto que se pagó con semillas. Dice que en un año se puede ganar hasta 10.000 reales extras (unos 6.000 dólares).

Pero la reforestación va a paso de tortuga frente a la velocidad de un millonario negocio que avanza en dirección contraria. Los expertos calculan que para devolverle la vida al valle de Xingú hay que reforestar unas 300.000 hectáreas, de las que hasta ahora solo se han recuperado unas 3.000.

Muchos temen que la voluntad de los pocos agricultores que han aceptado reforestar se diluya con un nuevo código que ofrece perdón a los que no cumplieron con la ley y legaliza gran parte de las tierras deforestadas. "No voy a ser demagogo", dice Marcelo Da Cunha, presidente del Consejo de Medio Ambiente de Querencia, que el año pasado logró salir de la lista negra del gobierno. "Con el nuevo código la reforestación va a ser el último recurso".

Si el Congreso aprueba el nuevo código esta semana, Silva y otros ambientalistas le han exigido a la presidenta Vilma Rousseff el veto. No muchos se hacen ilusiones: como exministra de Infraestructura, Rousseff tiene más afectos en el sector productivo e industrial que entre los verdes. La decisión que tome seguro resonará en los países que comparten el valioso ecosistema amazónico y podría convertirse en uno de esos hitos que redimen o condenan un mandato.

Vea este artículo como fue publicado en la Revista Semana haciendo clic aquí.

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