sábado, septiembre 24, 2016

Agitación territorial

*Por Lorenzo Morales, investigador de la Universidad de los Andes
Pocos días después de anunciar el fin de las negociaciones con las Farc, Humberto de la Calle, jefe negociador, anticipó en una entrevista radial que el acuerdo cambiaría la forma de hacer política en Colombia. “La política se va a volver más dura”, dijo. “Los partidos tienen que prepararse para eso”.
Ese nuevo escenario político será una de las consecuencias de la implementación del acuerdo final que tiene dos tipos de compromisos: unos transitorios de cara a las próximas elecciones y otros de gran calado y potencialmente más transformadores.
Los primeros se resumen en la reincorporación política de la guerrilla a través de un nuevo partido político para las Farc y una serie de mínimos de representación en el Congreso con cinco curules en Senado y cinco en Cámara, con voz y sin voto, para los periodos legislativos 2018 y 2022. Después, ese partido tendrá que ganarse su espacio solo, como los demás.
Esos mínimos que concede el acuerdo son, como dijo Sergio Jaramillo, alto comisionado para la Paz, “una red de seguridad a un trapecista” para que en caso de que su votación sea muy baja, tengan algo de participación en el Congreso.
Hasta ahí no habrá lugar para grandes sorpresas. Las reglas están claras pero los resultados son altamente impredecibles en el punto 2 sobre participación política y apertura democrática, un anhelo que ha iterado en diferentes formulaciones y modos de fracasar al menos desde el gobierno de Virgilio Barco, hace 30 años.
Allí el acuerdo establece —no solo para las Farc, sino para todo movimiento que sea minoría— la necesidad de reglamentar un estatuto para la oposición que le garantice su derecho a disentir, unas medidas de protección física a los líderes y candidatos, respeto por la protesta y movilización social y acceso equitativo a la financiación estatal y a medios públicos de comunicación.
De cumplirse, esas medidas cambiarán sobre todo la política que se hace más allá de la Plaza de Bolívar, en los territorios donde el conflicto armado taponó el debate político, castigó el disenso y negó la posibilidad real de cambio y alternancia de los liderazgos, en general construidos más con la captura de la administración pública y el maridaje con la violencia política que con las ideas y el juego democrático limpio.
¿Qué juego tendrán ahí las Farc? ¿Cuál puede ser su alcance como fuerza política?

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“Uno vería mayores oportunidades de tener resultados políticos favorables en territorios pacificados”, dijo un asesor del gobierno que pidió no ser identificado porque no está autorizado a hablar públicamente.
Si ese es su mejor escenario, las Farc parecen tener un futuro difícil como partido. Solo 11 por ciento de la gente votaría por un candidato de las Farc y 80 por ciento no lo haría, según la encuesta más reciente, hecha en 2015 en municipios de zonas de consolidación (golpeadas por el conflicto y con débil presencia del Estado) por el Observatorio de la Democracia, un proyecto de la Universidad de los Andes.
“Las Farc es una marca maldita, para ponerlo en términos de ‘marketing’”, explicó Miguel García, investigador del Observatorio. “Las Farc tendrán que encontrar una manera nueva de presentarse ante una sociedad que los asocia con la violencia y no con la política”.
La misma encuesta encontró, sin embargo, que un 48 por ciento de los encuestados aceptarían la victoria de un exguerrillero en su municipio. Un ligero repunte del 42 que registraba en 2014.
Quizás por ese estigma que tendrán que arrastrar, las Farc confían en que un escenario de mayor agitación popular y efervescencia social les dé la base política en la que puedan mimetizar ese pasado ominoso con el que saldrán del monte. “A las Farc les gusta más una cosa movimentista que de partido”, señaló García.
Esa apuesta de la guerrilla corre el riesgo de generar señalamientos peligrosos y vínculos falsos sobre movimientos sociales, de raíz popular, que no tienen relación alguna con las Farc.
“Cualquier asomo de independencia es estigmatizado y señalado de tener simpatía con la guerrilla”, dijo Pedro Arenas, exalcalde de San José del Guaviare por le Partido Verde y exrepresentante a la cámara. “El conflicto armado en el Guaviare ha
impedido la creación de alternativas políticas a las fichas que manejan los ganaderos, los dueños de la tierra, e incluso sectores relacionados con el narcotráfico”. Arenas inició su carrera política amparado en un movimiento juvenil y sufrió en 1995 un atentado de los paramilitares y en 2009 uno de las Farc.
Sin embargo, en departamentos con un sistema político muy cerrado y capturado por clanes o familias, nuevas fuerzas —asociadas a las Farc como movimiento civil o no—, podrían sorprender con votaciones importantes.
“En el Cesar, cada vez que hay una ventana de apertura, de renovación, una legión de gente ha estado dispuesta a apoyar”, dijo Antonio Calvo, ex asesor de paz del departamento y consultor de Pax Holanda. “No necesariamente por el mérito o el trabajo político de un grupo, sino tal vez por la sola esperanza de la gente de saborear un cambio”.
Calvo recordó los buenos desempeños que en ese departamento, donde ha reinado una política de castas, tuvieron movimientos alternativos como el MRL de López Michelsen, la Alianza Nacional Popular-Anapo de Rojas Pinilla, la Alianza Democrática M-19 y la Unión Patriótica.
Sin embargo, en el caso de la UP, el experimento político en el que participaron las Farc a finales de los ochenta, cuando combinaban aún armas con política, fue un río de sangre. Fueron asesinados 1.600 militantes, según cuentas oficiales. “Aquí los posconflictos siempre han sido violentos”, dijo Calvo.
Los campanazos de alerta ya empezaron a sonar. Desde que se anunció el fin de las negociaciones, hace apenas un mes, 13 líderes locales han sido asesinados en Cesar, Antioquia, Nariño y Cauca, según registros de la Defensoría del Pueblo.
“Esa panorama es de alta preocupación para el gobierno”, dijo Diego Bautista, asesor de paz territorial del alto comisionado, quien reconoció que en las regiones muchos liderazgos nuevos pueden oxigenar la escena política, pero a la vez ponen en aprietos a la clase política tradicional y a sectores reaccionarios.
En las zonas donde las Farc dominaron con su yugo armado como Caquetá, Putumayo o Huila muchos asumen que simpatizantes de las Farc ganarán fácilmente en la política. Por eso, quienes se oponen a los acuerdos han dicho que ellas coparán las 16 circunscripciones especiales en Cámara para los territorios más golpeados por la guerra.
Sin embargo, si se juzga por el actual mapa electoral, no se puede ser tan concluyente. El uribismo ganó las alcaldías de zonas de influencia guerrillera como Florencia y San Vicente del Caguán, corazón de la zona de despeje en los diálogos de 1990; y no hay un solo municipio del Caquetá, bastión guerrillero, en donde haya triunfado un alcalde de izquierda, a excepción de Cartagena del Chairá.
En ese departamento, dicen pequeños comerciantes de la zona, las Farc siguen cobrando vacunas (extorsiones) con el mote de ‘impuesto para la paz’, lo cual las hace muy poco populares en las cabeceras. El acuerdo final ya ha agitado el panorama social. En las últimas semanas en los municipios de La Montañita, Paujil y Doncello ha habido marchas populares en contra de proyectos petroleros y en defensa del agua. En otros puntos están cuajando agrupaciones de ganaderos —que se declaran por fuera de Fedegán— que quieren aspirar a una de esas curules especiales. Las elecciones de 2018 dirán qué tanto sus reivindicaciones se convierten en votos.
Las Farc son ganaderas y grandes terratenientes en Caquetá y querrán colincharse a esos movimientos, pero nada garantiza que sean correspondidas; es decir que los movimientos sociales quieran recibir ese respaldo que pueden percibir como un dulce envenenado.
Las próximas elecciones regionales serán la verdadera prueba que despejará la incógnita de qué significa una política más dura, como dijo Humberto de la Calle, y sobre todo, más dura para quién.

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